LA ESCALADA DEL CERVINO


Edward Whymper

 

 

EL PRIMER ASCENSO AL MONTE CERVINO

JULIO 1.865

Es costumbre tan ordinaria como injusta alabar o censurar propósitos (que en sí mismos pueden ser buenos o malos) precisamente después de que resultan bien o mal. De aquí que las mismas acciones, una vez, son atribuidas al mérito, y otra a la vanidad.

Plinio el Joven

Protegida por su aureola de invencible, apenas ha sufrido asaltos. Los propios guías la observan y mueven la cabeza con resignación;

"No monsieur, le llevo a donde usted decida, pero a Monte Cervino no, monsieur".

Solo uno de entre todos ellos, cree firmemente en el éxito de semejante empresa, Jean Antoine Carrel, apodado "Il bersagliere", ejerce su oficio en la localidad italiana de Breuil, a la sombra de la arista Leone.

Montañero intrépido y curtido, sobrestima su capacidad, hasta el punto de suponer que es el único capaza de doblegar al Cervino. Considera a Whymper un extranjero sin derecho alguno sobre la extraordinaria montaña colocada por Dios en el Val Tournanche para que la conquiste un italiano.

Si a Carrel le molesta el usurpador, al inglés también le irrita el transalpino, con sus soberbios desplantes y sus fantasías. Sin embargo, ambos hombres están abocados a librar la misma batalla; durante cinco años, en repetidos e inútiles intentos efectuados desde Suiza o desde Italia, juntos o por separado, aprenderán a respetarse y también a estimarse.

Llegamos así a la fecha del desenlace de la historia de la primera ascensión al Monte Cervino.

Salimos de Zermatt el 13 de julio de 1865 , a las cinco y media de una despejada mañana, limpia en absoluto de nubes. Éramos ocho en total; Michel Croz (el guía de Chamonix), Hadow estudiante y lord Francis Douglas noveles en las lides del alpinismo, pero su juventud (ambos tienen 19 años) les confieren fuerza y entusiasmo, el reverendo Hudson (reciente vencedor del Monte Rosa), en cuanto a los guías suizos Peter Taugwalder padre y sus dos hijos les respalda su veteranía en el desempeño de su profesión.

Para asegurar un movimiento metódico, un turista y un montañés caminaban juntos.

El menor de los Taugwalder fue mi compañero.

El muchacho caminaba bien, orgulloso de participar en la expedición y contento de demostrar sus facultades. Correspondióle llevar las botas de vino y durante todo el día, después de cada trago, reponía lo bebido echando agua en secreto, con lo que al próximo alto resultaban las botas más llenas que antes.

Ello se consideró, aunque parecía un poco milagroso, como un buen presagio.

No pensábamos subir mucho el primer día y en consecuencia ascendimos a paso descansado. A las 8'20 recogimos los efectos que habíamos dejado en la capilla del Schwarzsee y continuamos por la escarpadura que une el Hörnli con el Monte Cervino.

A las 11'30 llegamos a la base del pico propiamente dicho. Entonces, separándonos de dicha escarpadura, trepamos algunos salientes hacia la ladera oriental. Ya estábamos en plena montaña y quedamos sorprendidos descubriendo que lugares que desde Riffel, e incluso desde el glaciar del Furggen, parecían enteramente impracticables, eran fáciles que podíamos correr por ellos.

Antes de las 12 llegamos a un punto oportuno para acampanar a 3.350 mts. de altura. Croz y Peter el joven partieron para reconocer el terreno, a fin de ahorrar tiempo a la mañana siguiente.

Atravesaron las cabeceras de las pendientes de nieve que descienden hacia el glaciar Furggen y desaparecieron tras un recodo. Poco después los vimos arriba, en la ladera, moviéndose a buen paso.

Nosotros hicimos una sólida plataforma para la tienda, en un paraje bien protegido, y luego esperamos con interés el regreso de los hombres destacados.

 

 

Por las piedras que hacían caer al subir supimos que estaban altos y que el camino era fácil. Al fin, poco antes de las 3 de la tarde, los vimos bajar, muy excitados al parecer. "¿Que dicen, Peter?" preguntamos. "¿Que no hay buenas noticias señores?". Pero cuando llegaron contaron una historia muy diferente; "Todo bien, sin dificultad, sin una sola dificultad. Podríamos haber llegado a la cumbre y haber vuelto hoy mismo sin trabajo".

Pasamos las restantes horas del día ya tendiéndonos al sol, ya dibujando o recogiendo objetos propios del lugar.

Cuando el sol se puso entre esplendores que prometían un magnífico día siguiente, fuimos a la tienda y nos dispusimos a pasar la noche. Hudson preparó té, yo café, y luego nos embutimos en nuestros sacos.

Los Taugwalder, Douglas y yo ocupábamos la tienda. Los demás por propia elección acamparon fuera. Mucho rato después de cerrar la noche, aún los riscos resonaban con nuestras risas y con los cantos de los guías. Nos sentíamos satisfechos y no preveíamos mal alguno.

Nos reunimos fuera de la tienda antes de que apuntara el alba del 14 y partimos en cuanto hubo claridad bastante para permitirnos andar. Peter el joven nos acompañó como guía y su hermano se volvió a Zermatt. Nos habíamos propuesto dejar atrás a los dos jóvenes, pero luego, viendo que había dificultad en dividir los alimentos, optamos por el nuevo método.

Seguimos la ruta tomada por Croz y Peter hijo el previo día y en pocos minutos doblamos el largo saliente que interceptaba la visión de la falda oriental a los que estábamos en la tienda.

Ahora se nos revelaba toda la enorme ladera, elevándose cosa de 990 mts. en forma de una enorme escalinata natural.

Los parajes eran unas veces fáciles y otras no tanto, pero ni una vez nos atajó un impedimento serio, ya que siempre que una obstrucción surgía era fácilmente flanqueada por la izquierda o por la derecha.

Durante la mayor parte del camino fue superfluo el uso de la cuerda. En ocasiones conducía Hudson y otras yo. A las 6'20 llegamos a una altura de 3.900 mts. y descansamos media hora. Continuamos el ascenso sin interrupción hasta las 9'55 y entonces nos detuvimos cincuenta minutos a la altura de 4.267 mts.

Dos veces probamos a seguir el crestón del lomo nordeste de la montaña y marchamos algún trecho por él sin ventaja alguna, porque era empinadísimo y carcomido y más difícil de trepar que la falda del monte. No obstante, procurábamos no apartarnos de él, temerosos de que pudiera casualmente caer sobre nosotros alguna piedra.

Llegamos al pie del paraje que desde el Riffelberg o desde Zermatt parece perpendicular y aún en ángulo obtuso, y no pudimos seguir ascendiendo por la falda oriental. Durante un breve trecho seguimos sobre la nieve la arista que desciende hacia Zermatt, y luego de común acuerdo, doblamos a la derecha o lado septentrional.

Primero introdujimos un cambio en el orden de ascenso. Delante iba Croz y luego yo, Hudson era el tercero y los últimos Hadow y Peter el viejo.

Ahora dijo Croz mientras avanzaba preparémonos a una cosa diferente.

La tarea, en efecto, se tronaba difícil y requería precaución En algunos sitios escaseaban los asideros y convenía que fueran al frente quienes menos propensión tuvieran a resbalar.

En general la ladera describía un ángulo menor de 40 grados y la nieve se había acumulado en los intersticios de la roca llenándolos y dejando sólo ocasionales fragmentos sobresalientes. En ocasiones cubría el suelo una delgada película de hielo producida por el enfriamiento de la nieve.

Era en pequeña escala, la contrapartida de los últimos 200 mts. de la Pointe des Ecrins, con la diferencia de que esa punta describía un ángulo de 50 grados, si no mayor, y el del Monte Cervino no llegaba a 40 grados. Aquella parte era menos empinada, pues, que todo el resto de la ladera del este y constituía una zona por donde cualquier buen montañero podía moverse con seguridad.

Hudson ascendió tal trayecto y todo el resto de la escalada sin que fuera necesario prestarle nunca ni la menor ayuda. A veces yo después de aferrarme a la mano de Croz para subir, me volvía para ofrecer la mía a Hudson pero el invariablemente la rechazaba diciendo que era innecesaria.

Hadow, en cambio, no estaba hecho a semejante clase de trabajos y necesitaba ayuda sin cesar. La justicia obliga a decir que la dificultad que encontraba se debía exclusivamente a falta de experiencia.

Aquella única parte difícil no era de gran extensión, caminamos por ella, al principio casi en línea horizontal durante unos 120 mts.; luego ascendimos directamente hacia la cumbre unos 20 mts.; y después volvimos hacia la arista que baja a Zermatt.

El rodear un recodo bastante enojoso nos llevó una vez más a la nieve.

La última duda se desvaneció. ¡¡¡Monte Cervino era nuestro!!!. Solo nos faltaba recorrer sesenta de nieve fácil.

Ahora era menester acordarse de los siete italianos que salieran de Breuil el 11 de julio. Cuatro días habían pasado desde su partida y nos sentíamos torturados por la ansiedad de que llegasen a la cumbre antes que nosotros. Sin cesar habíamos hablado de ellos y habían surgido muchas falsas alarmas a la voz de "¡¡¡Hombres en la cima!!!"

Cuanto más subíamos, más intensa era nuestra excitación.

¡Si fuéramos batidos en el último instante!.

La pendiente se suavizó, pudimos separarnos al fin, y Croz y yo, adelantándonos corrimos paralelamente hasta sofocarnos.

 

A la 1'40 de la tarde el mundo estaba a nuestros pies y Monte Cervino había sido vencido. ¡¡Hurra!!. No se veía en la cumbre ni una sola pisada.

Whymper torturado por la duda, se asoma al abismo y distingue a Carrel y sus hombre más abajo trepando por la arista del Leone, muchos metros más abajo.

Las voces y las piedras arrojadas por los vencedores hacen ver a los italianos que han perdido la partida.

Pero Whymper no disfruta con la derrota de su rival. "Nuestros gritos, describió más tarde significan privarle de la ilusión de su vida y lamenté que no estuviera con nosotros". Abatido Carrel se retira.

Tres días más tarde conquistará a su vez el Cervino; pero su victoria le dejará un inevitable poso de amargura.

Sin embargo a Whymper y a sus compañeros aún les falta descender.

Se ponen nuevamente en marcha y llegan sin novedad a los pasos delicados por encima del "hombro".

Inesperadamente Hadow resbala y se precipita sobre Croz derribándole, Hudson y Douglas encordados con ambos son arrancados de la pared y los cuatro caen al vacío.

Horrorizados los restantes escaladores se aferran a la roca, presintiendo que todo es inútil. Con un brusco tirón, la cuerda se rompe y Whymper y los dos Taugwalder, salvados por un milagro contemplan impotentes como los demás se despeñan de abismo en abismo en un vuelo mortal de 1.500 mts. hasta el glaciar de la cara norte del Cervino.

Triunfo y tragedia unidos en un solo acto.

Cinco días después, el 19 de julio fueron recuperados los cuerpos sin vida, salvo el de lord Francis Douglas, que aguarda hace casi siglo y medio a que los hielos lo devuelvan algún día a la luz del sol.

El eco de la terrible tragedia resonó por toda Europa. En Inglaterra, la ola de indignación fue tal que movió a la reina Victoria a preguntar a lord Chamberlain si no se podía declarar ilegal la práctica del alpinismo.

En cuanto a Whymper le esperaban nuevos días de gloria explorando otros horizontes y montañas lejos ya de los alpes; sin embargo el recuerdo del drama vivido en su juventud siguió atormentándole el resto de sus días.

Por deseo de su padre, los dos jóvenes Taugwalder fueron tomados como cargadores y llevaban las provisiones para tres días, en previsión de que la escalada resultase más espinosa de lo que pensábamos.

Recuerdo que, hablando de pedestrismo con un buen conocido montañero, hace algunos años, comenté que quien caminaba por término medio 30 millas diarias era un buen andarín. "Un aceptable andarín", repuso él. "¿Pues a cual llamaría usted bueno?" Se lo diré contestó.

Hace tiempo un amigo y yo convinimos en ir a Suiza, pero poco después él me escribió para informarme de que iba a acompañarle un muchacho joven y delicado, incapaz de grandes cosas, puesto que no era capaz de recorrer más de 50 millas diarias. ¿Y quien era su extraordinario amigo? inquirí. "Carlos Hudson".

Me asisten buenas razones para opinar que hombres capaces de caminar más de 50 millas diarias son andarines, no buenos, sino excelentes.

Carlos Hudson, vicario de Skillington, en Lincolnshire, era considerado por la fraternidad alpinista como el mejor aficionado de su época. Él organizó y dirigió la excursión de un grupo de ingleses al Montblanc por la Aiguille du Couter, descendiendo por la ruta de los Grands Mulets.

Esta expedición, sin guías, se efectuó en 1855 la mucha práctica de Hudson daba gran seguridad a sus pies, y en tal sentido no era inferior a un montañés de nacimiento.

Le recuerdo como un hombre bien formado, de mediana edad y estatura, ni delgado ni grueso, con el rostro simpático y grave y con modales tranquilos y nada presumidos. Aunque atlético, no llamaba la atención, y aunque realizador de alguna de las mayores hazañas montañeras registradas hasta entonces, era el último en hablar de ellas.

Su amigo Hadow, joven de 19 años, si bien representaba más edad, era rápido andarín, pero en 1865 pasaba su primera temporada en los Alpes.

Lord Douglas tenía aproximadamente la edad de Hadow, y había estado varías veces en los Alpes. Era ágil como un ciervo y llevaba camino de convertirse en experto alpinista. Con J. Viennin y Taugwalder el viejo, acababa de ascender al Ober Gabelhorn, lo que me dio muy ventajosa idea de sus facultades, ya que yo, semanas antes había examinado el contorno de aquella montaña, no intentando escalarla en vista de su dificultad aparente.

Mi conocimiento personal con Hudson era muy ligero, pero yo no hubiese vacilado en ponerme a sus órdenes de haber reclamado él el puesto a que tenía derecho. Quienes los conocen saben que, lejos de soler hacerlo así, gustaba de consultar a cuantos le rodeaban.

El y yo deliberamos siempre que surgió ocasión y nuestra autoridad fue reconocida por los demás. Toda la responsabilidad, pues recela sobre nosotros. Recuerdo con satisfacción que Hudson y yo no diferimos en nuestras opiniones y que existió entre nosotros la más perfecta armonía mientras estuvimos juntos.

 

 

 

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